martes, 19 de julio de 2016

En Nicaragua 37 por 19 iguala la democratización, la igualdad y la justicia

Para los cientos de miles que se reúnen en la Plaza de la Fe en Managua, y para muchos, muchos más que siguen la celebración desde sus televisores, se trata de un proceso de cambios vivo, que hoy está materializando las promesas de la insurrección de 1979.

Definitivamente, la historia madura a los pueblos. No es una cuestión de economías, instituciones o sistemas educativos más o menos desarrollados sino de experiencias vividas por millones de personas, las que de una u otra manera son transmitidas a través de las generaciones y dejan su huella en la manera en que esos grandes grupos humanos se ven a sí mismos, al mundo y a la vida. Cuando uno visita lugares o países como Cuba, el sur del Líbano, Ramallah, Vietnam o cualquier ciudad de Nicaragua es imposible dejar de notar la huella de la experiencia de lucha de los sueños contra el imperio en la señora que vende pan en la esquina, en el taxista que maldice o soporta el tráfico enloquecido, o incluso en los jóvenes que se preguntan por qué el mundo al que han llegado está dominado por seductoras y omnipresentes imágenes que vociferan una libertad que jamás tendrán suficiente dinero para comprar.

Cualquiera que haya tenido un contacto medianamente profundo con las realidades de esos pueblos lo podrá constatar: Por difíciles que sean las condiciones que encuentren, no son víctimas pasivas. Tienen una historia propia, una conciencia de lo que fueron, de lo que son y de lo que quieren ser. Es precisamente el hecho de olvidar ese factor subjetivo el que una y otra vez hace fallar miserablemente los pronósticos de tantos sesudos analistas que desde el exterior, y tanto desde la derecha como desde la izquierda, dejan caer juicios de valor y predicciones implacables sobre pueblos que en realidad no conocen ni están preparados para conocer.

Este 19 de julio la Revolución Popular Sandinista cumple 37 años. Para cierta gente que se define como de izquierda en Occidente se trata de una revolución fracasada, incluso traicionada. Para los cientos de miles que se reúnen en la Plaza de la Fe en Managua, y para muchos, muchos más que siguen la celebración desde sus televisores, se trata de un proceso de cambios vivo, que hoy está materializando las promesas de la insurrección de 1979: Paz, democracia política, justicia social, solidaridad y construcción de un país que las élites, dependientes del interventor imperio estadounidense, se habían empeñado en estar destruyendo por 200 años.

Esta segunda etapa de la Revolución Sandinista que arrancó en 2007 con el regreso del FSLN al poder es ciertamente diferente de la primera, surgida de la insurrección que derrocó a Somoza en 1979. Es una revolución más serena, más aterrizada a las necesidades concretas del pueblo, más consciente de esa verdad que todo buen jefe militar conoce instintivamente, de que ninguna columna avanza más rápido que la más lenta de sus unidades, y más consciente de otras verdades, también grandes como continentes, como que la tierra abonada por la sangre de los héroes y mártires solo será fértil por los que la recuerden en vida, y de aquella otra verdad que dice que una cosa es doblarse y otra quebrarse o, lo que es parecido, que una cosa son los meandros del río y otra el mar al que busca llegar para vaciar sus aguas. La consigna de aquel 19 de julio de 1979, de “¡Patria Libre o Morir!”, hoy está alimentada por aquella otra que nos legó Hugo, el Comandante Eterno: “¡Viviremos y Venceremos!”.

La Nicaragua que en 1979, insurreccionada, dio al traste con la dictadura somocista, esa pesada losa de represión, corrupción y entreguismo al imperio, era un país muy pobre a pesar de cifras de crecimiento económico que ya desearían tener la mayoría de los países del mundo hoy en día. Pero era un crecimiento destinado a alimentar las fastuosísimas mansiones de la élite dentro y fuera del país, gastado en comprar helicópteros para desde ellos lanzar del aire a los campesinos, o en mantener aviones push-and-pull con los que bombardear a las poblaciones civiles de las ciudades. Una de las empresas más prósperas de aquella Nicaragua era Plasmaféresis, y su concepto de negocios se basaba en extraerle la sangre a los pobres a cambio de unas monedas y un refresco para luego vendérsela a los pacientes ricos de los Estados Unidos. La Nicaragua que había antes del 19 de julio de 1979 estaba regida según el principio de “plata para los amigos del régimen, palo para los indecisos y plomo para los desafectos”. Era un país en el que la Guardia Nacional despojaba de sus pertenencias a las víctimas de los terremotos cuando no las reprimía, un país en el que los niños de 10 años eran lanzados a organizar guerrillas y a aprender a lanzar bombas caseras contra convoyes de guardias pertrechados con la última tecnología estadounidense e israelí.

Esa Nicaragua de Somoza era, según se la mirase, una hacienda personal del dictador o una tierra del imperio cedida en usufructo a cambio de que el primero ejerciera sus labores de vigilante de los intereses del amo, tanto dentro del país como en toda centroamérica. Nicaragua no tenía fuerzas armadas propias, sino una constabularia diseñada bajo las órdenes y a la medida de los Estados Unidos. La Costa Atlántica era un lugar de hermosas playas y miseria, y un objeto de escarnio por el que la Nicaragua de Somoza, que se quería ver blanca y europea, sentía vergüenza. En esa época, como tan certeramente lo describió el Comandante Tomás Borge Martínez, y como lo recoge el himno del FSLN, el amanecer “era una tentación”. Soñar con un futuro de “ríos de leche y miel” era una osadía que se pagaba con la vida.

En el alma de la gran mayoría de las y los nicaragüenses habitaba el orgullo de tener un compatriota como Rubén Darío, que había escrito aquello (tan martiano) de “A través de las páginas fatales de la historia, / nuestra tierra está hecha de vigor y de gloria, / nuestra tierra está hecha para la Humanidad”. En el alma de algunos, que habían logrado preservar la memoria tras el genocidio político que siguió al asesinato de Augusto C. Sandino y sus guerrillas que derrotaron a los yanquis con sueños de cooperativas agrícolas con Patria y Libertad, pervivía la imagen del héroe que la dictadura por todos los medios trató de marcar como “bandolero”. Darío y Sandino brillaban como estrellas en medio de aquella oscuridad. A esas estrellas se les unieron otras, como la de los jóvenes universitarios que ofrendaron sus vidas en lucha contra la tiranía, de los cuales el más preclaro ejemplo es el del poeta Rigoberto López Pérez, que un 21 de septiembre de 1956 ajustició al patriarca de la dinastía y asesino de Sandino: Anastasio Somoza García. Eran días en los que todo aquel que se comprometiese seriamente en combatir la indignidad reinante en la patria necesariamente debía correr peligro de muerte.

Fue así como una nueva generación de jóvenes encabezada por los comandantes Carlos Fonseca y Tomás Borge fueron recogiendo los pedazos de toda esa historia de estrellas y sueños, de derrotas sangrientas y oprobios sin fin, y de ellos fueron construyendo una imagen de Amanecer que pudiera servir de Tentación lo suficientemente fuerte para las ansias libertarias del pueblo y de la sociedad toda. Enarbolar a Sandino, a la lucha armada contra el régimen, al pueblo como sujeto de su historia como hermano de los demás pueblos en lucha fueron los elementos que le dieron solidez a este esfuerzo, que dio en llamarse Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Durante varios años fueron muy pocos, y morían casi tantos como ingresaban, pero se convirtieron en un referente político nacional: De un lado, los sandinistas en la montaña, del otro, la dictadura y sus sirvientes. Poco a poco se fueron derrumbando las ilusiones de una oposición no-frontal a la dictadura somocista, hasta que las contradicciones, tanto dentro del país como en el mundo llevaron a que el hilo se rompiera y, por primera vez en la historia, los invitados no deseados, con sus canastos del mercado, con sus cajones de lustrar zapatos, con sus machetes, sus ropas andrajosas y sus modales nada refinados, ocuparan el centro de la escena. Bajo las banderas de economía mixta, democracia política, justicia social, no-alineamiento internacional y la compatibilidad entre un compromiso cristiano y un proyecto revolucionario comenzó la historia de una Nueva Nicaragua a partir del 19 de julio de 1979.

Esas banderas, que en su momento fueron acogidas con ardiente entusiasmo o genuina curiosidad por las almas progresistas y de izquierda de todo el mundo, resultaron más difíciles de concretar en la práctica debido principalmente a dos factores: Primero, a la respuesta militar y terrorista del imperio más poderoso del planeta contra una nación con menos habitantes que un barrio de la ciudad de Nueva York y segundo, a causa de unos revolucionarios (y también de todo un pueblo revolucionario) que tuvieron que aprender, tras una larga lista de errores, amargamente y en carne propia, la lección contenida en la Tercera Tesis sobre Feuerbach de Carlos Marx, aquella que dice que “el propio educador necesita ser educado”.

A pesar de logros tan extraordinarios como la Cruzada Nacional de Alfabetización, y de programas que trastocaron las relaciones de poder en toda la sociedad, como las reformas agraria y urbana, o la Autonomía de la Costa Atlántica, que asume el carácter plurinacional de la sociedad nicaragüense, hacia fines de la década de los años 1980 la economía se había salido gravemente de sus cauces. Lo que las fuerzas de la Contra no lograban en el terreno militar lo estaba logrando la debacle económica aunada al descalabro de la Unión Soviética y de todo el bloque socialista, que habían estado apoyando al país con considerables recursos. En esas condiciones, Cuba socialista, que siempre, aún en los días más negros de la lucha contra la dictadura, había apoyado incondicionalmente a Nicaragua, no podía de ninguna manera suplir el papel jugado por los otros aliados.

Lo que no se perdió en el terreno de combate se perdió así en las urnas el 21 de febrero de 1990. A muchos revolucionarios en aquel momento les pareció que con esa derrota ya todo estaba perdido. Pero al día siguiente de la victoria de la coalición de la UNO apadrinada por Washington, Nicaragua seguía estando ahí. La pobreza seguía estando ahí. Las ansias de paz, de justicia y de esperanza del pueblo seguían estando ahí. A pesar de la derrota el FSLN, como instrumento político del pueblo, y como partido más grande de Nicaragua, seguía estando ahí. En suma, la necesidad de completar lo que se había iniciado el 19 de julio de 1979 seguía estando ahí.

En esas condiciones, el Frente Sandinista, con el Comandante Daniel Ortega a la cabeza, lanzan la consigna de “Gobernar desde abajo” que implicaba defender lo mejor posible los logros alcanzados en un país en el que habían un ejército y una policía de raíces populares y revolucionarias, que no apuntarían sus armas contra el pueblo. Esas instituciones, más el hecho de que por primera vez en la historia el país contaba con miles de abogados, jueces y juristas nacidos de la revolución, le daban al Frente Sandinista una posibilidad real de reconquistar el poder por medio de un juego electoral sancionado por la misma Constitución nacida de la Revolución Sandinista y que fue la que por primera vez le dio al país elecciones verdaderamente libres.

A la derrota de 1990 le siguieron 17 años de lo que en Nicaragua se denomina “larga noche neoliberal”. Lo que se logró avanzar en materia de inversiones productivas durante la década anterior fue privatizado, malvendido o robado por los gobiernos de turno. No solo el Frente Sandinista, sino todos aquellos que habían sido sandinistas, fueron objeto de una cruel privación de puestos de trabajo, de crédito, de alternativas educativas y de cualquier medio de subsistencia. Como hizo Somoza tras el asesinato de Sandino en 1934, la derecha y los Estados Unidos se lanzaron, no solo sobre el Frente Sandinista, sino sobre todo el pueblo sandinista en su conjunto. Ese fue quizás su más grave error, y prueba de ello son las plazas llenas en los 19 de julio de hoy en día.

Las plazas llenas de los 19 de julio de hoy en día son el resultado de un pueblo y de su instrumento político que se recomponen a raíz de una severa, más no fatal, derrota. Hoy El Educador ha regresado, habiendo aprendido algunas lecciones de la historia. Y no solo eso, sino que lo hace también gracias a los avances logrados durante los últimos años por nuestros pueblos hermanos del Abya Yala, en especial el Pueblo Bolivariano de Venezuela, al que debemos, no solo una muy importante ayuda material, sino también el impulso de las ideas del Hijo Inmortal de Bolívar.

Hoy el Pueblo Presidente llena las plazas de Nicaragua basado en un consenso que abarca a los sectores más amplios de la sociedad. Es un consenso que reconoce (aunque no necesariamente comparta) las razones de los otrora enemigos, asumiendo sus propias arrogancias y cegueras del pasado así como siendo vigilante con las que se pueda cometer en el presente. Es un consenso que ha aprendido a valorar el control directo de los trabajadores libremente asociados sobre los medios de producción, con un sector de lógica no-capitalista que controla el 63% del PIB y más del 70% de la fuerza de trabajo en medio de una economía altamente capitalista y dependiente del mercado internacional. Es un consenso que se basa en la conciencia colectiva compartida de la necesidad de diversificar las relaciones económicas del país al máximo posible, así como de hacer un uso eficiente de hasta el último centavo. Otro formidable “colchón” de Nicaragua ante las incertidumbres del mercado mundial actual es el hecho de que el 90% de la comida que se consume, o sea, el arroz y los frijoles que come el pueblo, son producidos en el país.

Un 19 de julio de 1979 al pueblo nicaragüense todo le parecía posible. Hoy, 37 años más tarde, todo le sigue pareciendo posible, pero de una manera mucho más real. Desde que el Frente Sandinista regresó al poder en 2007, el país ha experimentado un paulatino pero sostenido proceso de cambios para mejor. Según las encuestas de opinión, el presidente Daniel Ortega tiene los niveles más altos de aprobación de todos los presidentes que han habido desde 1990 hasta la fecha. No sería ninguna exageración decir que Daniel Ortega ha sido el mejor presidente de Nicaragua en sus casi dos siglos de historia independiente.

Antes de 2007, Nicaragua era un país del que la gente se quería ir. Hoy es cada vez más uno de gente que se quiere quedar. Antes, no había esperanza, mientras que hoy sí la hay, aún en los turbulentos momentos por los que atraviesan nuestra región y el mundo. Hoy, para muchos jóvenes, que son la mayoría del país, el 19 de julio de 1979 es una referencia cada vez más lejana, y la sociedad enfrenta el reto de no olvidar su historia, y no solo eso, sino también de asumir la tarea de definir concretamente en qué consisten los Ríos de Leche y Miel hoy en día, en pleno Siglo XXI. Definitivamente, la historia ha hecho madurar al pueblo nicaragüense pero, como siempre en la vida, las experiencias pasadas son tan solo lo que logremos hacer de ellas de cara al futuro, de modo que en cierto sentido se puede decir que todo resta aún por hacer, y que afortunadamente Nicaragua tiene muchos 19 de julio por delante que celebrar.

Fuente: Tortilla con sal

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