jueves, 13 de octubre de 2016

Capitalismo: fábrica de sentido. Por Tamer Sarkis

Aunque no la política de producción de la fábrica, sí habite en el interior del sujeto su producto mercantil, hace del sujeto mismo en cada caso un fabricante más; una pieza más de la fábrica que se ha convertido en su única pseudocomunidad de sentido y referencia.


Tamer Sarkis Fernández

1. Colonización participativa

Aunque el capitalismo se ha especializado en la producción de todo cuanto podía contribuir a provocar el inflamiento de la rueda de la acumulación de Capital -empezando, pues, por producir al sujeto productivo mismo-, quizás lo más acertado hoy sea definir a tal sistema como una hiper-centralizada fábrica de sentido. El movimiento es doble:
(1) De un lado, globalización de los mercados y de las presencias fabriles. Producción multi-local y fragmentaria con arreglo a un sistema jerarquizado de división internacional del trabajo. Subcontrataciones. Irradiación planetaria de las mercancías portadoras de esos sentidos pre-hechos. Participación y cogestión ciudadana de los asuntos que atañen a la salud capitalista y a los comunes intereses primermundistas parejos a las capturas imperialistas de Valor. Municipalización de competencias y empoderamiento corporativo, colegiado, de distrito, pequeño-accionarial… En síntesis, expansión -o máximo intento expansivo- de una bomba que no deja nada intacto y que todo lo capitaliza en una subsunción satisfactoria para el estómago, para la identidad, para el recreo y para el “buen pasar” cotidiano. Dulce guinda de un Valor no ya meramente socializable, sino que urge socializar como antídoto a su propia sobre-acumulación legada por superbeneficios.
(2) Del otro lado, en movimiento simétrico a aquel descrito, monolitismo del sentido mismo de cada experiencia y de todas las vivencias, emanando el sentido desde una única torre evanescente ideológica que más allá de su ciudadela amurallada levantó una y otra basílica especializada en producir “el amor”, “la aventura”, “la noche”, “la salud”, “la vejez”, “el juego”, “el turismo”, “la gastronomía”… Uno u otro momento de “la vida”. Así pues, concentración superlativa de contenidos pareja y solidaria a la poliarquía de espacios y de agentes mercantiles. Big-bang de la acumulación llevado a sus últimas consecuencias. Repliegue en la concreción de emisiones hasta alcanzar una partícula de materia ideológica infinitamente compacta provista de un campo de irradiación energética que esculpe cada mercancía, dicta cada relación social y coloniza cada experiencia subjetiva.
Paradoja: aquellos a quienes se llama “creativos” son en realidad especialistas en materia de tradición. Son profesionales de la re-creación de un sentido que no deciden ellos más de lo que podría hacerlo el destinatario de “sus” mensajes. Formados, no ya académicamente sino en sus experiencias de sujetos sociales, por unos sentidos-directriz incrustados en cada relación de la que han podido tomar parte directa o distanciada, los “creativos” no hacen otra cosa que añadir con astucia unos compuestos potenciadores del canto de las sirenas en el interior de la corriente que todo se lo lleva. La Psicología ayuda a encontrar las palabras adecuadas a la entonación del hechizo.
Esta fábrica de sentido, lejos de ser fundamentalmente una mera proyección mediático-cultural de contenidos vertidos a masas de mirones apelmazados frente a la pantalla o ante la guía del ocio, manifiesta su poderío cuando despliega de manera autónoma las interacciones en cuyo seno los sujetos realizan cualesquiera de esas ideologías, las difunden y las propagan, a ellas y a las realidades que les corresponden. “No debe entenderse el espectáculo como el engaño de un mundo visual, producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Se trata más bien de una Weltanschauung que se ha hecho efectiva, que se ha traducido en términos materiales. Es una visión del mundo objetivada” (Guy Debord, La sociedad del espectáculo).
El hecho de que, aunque no la política de producción de la fábrica, sí habite en el interior del sujeto su producto mercantil, hace del sujeto mismo en cada caso un fabricante más; una pieza más de la fábrica que se ha convertido en su única pseudocomunidad de sentido y referencia. Es por ello que el aislamiento decisivo a la hora de favorecer la realización y la reproducción de esas ideologías y de sus vivencias no es el aislamiento de un espectador solitario indefenso en su vacío de interacción. Es el aislamiento de quienes se relacionan reforzando mutuamente su colonización respectiva en una interacción vacía de significados al margen. Así, la conjunción, la concurrencia, la convergencia espacial pueden hallarse banalmente a la vista (y ser aprovechadas por los apologetas de las posibilidades abiertas a la actividad) mientras el aislamiento infinito lo es entre el sujeto y su propia capacidad enajenada de producir realidad, tanto como entre los interactuantes y sus capacidades enajenadas respectivas en mutua incomunicación.

2. La metafísica de lo subjetivo

En el pasado toda una sociedad con sus sabios y filósofos a la cabeza se preguntaba por la verdad de los conceptos tomándolos como si fueran cosas. La pregunta metafísica central giraba en torno a una supuesta verdad ideal de lo que no son sino realidades que los hombres inventan en condiciones determinadas y que pueden llegar a destruir. El sujeto, inconsciente en cuanto a sus dotes de creador, a la historicidad de cuanto crea y a la suya propia, ansiaba penetrar en “las ideas” o favorecer a los iluminados que pregonaran ser capaces de hacerlo (lo vemos en Platón). Más tarde, derrotado y escéptico de esta posibilidad, levantaba la bandera blanca para retirarse a su mundo fenoménico dando a la realidad un estatuto de ininteligibilidad (lo vemos en Kant).
Hoy pocos son los que dan rango ontológico a la aventura, a la creatividad, al bienestar o a la felicidad, pero la defunción de aquella metafísica abre la flor plástica de la ilusa creencia en lo subjetivo como ADN fundador de todo sentido justamente cuando la ideología dominante toca más alto que nunca la marcha fúnebre al son de la que los espíritus poseídos bailan “su” danza macabra. Este espejismo de “la libertad de invectiva y de una imaginación desatada en cada uno que estuviera en el origen de unas opiniones de valor relativo y personal”, ¿no será alimaña criada al calor de este desierto, de este vacío de sentido extra-espectacular? Lo cierto es que, como poco, esta ilusión de autonomía viene de perlas a la mesocracia primermundista sobre cuyos gustos, visión y consideraciones de vida se han venido edificando todas las realidades que luego ella puede empaquetar y vender a una sociedad necesitada de consumir lo existente al tener insatisfecha su necesidad de parir sentidos de cosecha propia ahora inexistentes.
Vendido a la mercancía, único ente con el que puede dialogar sin mediaciones y al que reivindica toda inquietud vital que la mercancía no puede satisfacer pero sí recuperar para sí como nuevo motor de consumo, el alienado es un creyente postrado ante una divinidad que se hace de rogar. A sus ojos no cabe ninguna verdad, pues la disonancia entre las experiencias mercantiles y su inquietud de sí es total. Total es también su presentimiento sin nombres a propósito de hallarse enterrado en una totalidad falsificaciones. Y “por otro lado” no se imagina inventando verdad en comunidad. Es sobre este abono de personalidad escéptica en consonancia a la previa abolición de oportunidades vivenciales para una edición comunitaria de sentido, donde triunfa provisionalmente la percepción invertida basada en el libre albedrío interpretativo individual. Basta atender a las mercancías predilectas y relacionar éstas con las motivaciones y las expectativas de consumo declaradas para desvanecer cualquier argumento del espejismo.
¿Cómo puede sostenerse en serio no ya masivamente, sino de forma casi unánime, que los sentidos objetivos a que la alienación da lugar no existen, siendo “lo que a uno le parece que son” y por tanto mutantes en función de las mentes entre las que se muevan, y al mismo tiempo no problematizar el “curioso” dato de que los contenidos de esos “pareceres” sean también de coincidencias casi perfectas? Lo que tenemos es un mundo en el que las imágenes se han cosificado con tal vigor que curiosamente casi sería posible, por primera vez, una “metafísica” de broma consigo misma en mitad de la parálisis total de actividad creativa y por tanto de la historia. El capitalismo se habría encargado de cumplir esos sueños platónicos o kantianos, quimeras un día, sólo que para acceder a tales “auténticas realidades” no haría falta viajar ningún Olimpo, ejercitarse en ninguna introspección mental y mucho menos aún girarse hacia ningún pasado (donde el círculo del espectáculo no se había cerrado todavía). Las únicas realidades que hoy dominan como los únicos seres vivos, carroñeros, el páramo de lo social son aquellas que se generan según la combinación múltiple de tres criterios sólo separables en la bruteza lingüística: rentabilidad económica; necesidad masiva de compensarse por la no realización activa de las necesidades y los deseos; criterios valorativos que la clase dominante posee honestamente -según lo que ha inscrito en ella la “deshonestidad” de su quehacer en la economía- sobre la identidad de lo real y lo deseable.
Esa realidad ubicua y solitaria aludida forma parte de la realidad causal que la contiene y de las miserias reales contenidas en aquélla. De ella debe dar cuenta la crítica teórica que extrae sus materiales y sus armas de observarla no más que de combatirla, así como la única crítica consonante con su comprensión y su padecimiento no será ni más ni menos que ajustarle las cuentas. A esta respuesta pretende aportar algo este texto, y de la constitución de tal respuesta, de la mano de condiciones que no pueden hacer otra cosa que producirla, es este texto un efecto, un golpe más. No en vano, aunque el espectáculo sea la parálisis misma de lo vivo por detener en seco la actividad generativa de verdad en favor de su prefabricación a la manera burguesa, incluso ese detenimiento de la vida es parte de un proceso que transporta junto a su propia desenvoltura las contradicciones que harán de todo ello agua pasada; un capítulo más del que al menos el final sí lo escribiremos nosotros.

3. Sin-sentido en la producción enajenada = voracidad de colmarse de sentido en los productos del trabajo

Cuando afirmo que la centralización generativa de las vivencias conforma la realidad de las vivencias no quiero dar a entender -por supuesto- que esa operación sea a-causal. O al azar. O expresión de la pura contingencia. O consecuencia de fuerzas inaprehensibles por las que no cabe preguntarse. Cuando hablo de la producción -y no de mero taponamiento- espectacular de realidad me refiero estrictamente a que preguntas tales como “qué es el verdadero en sí” son en sí mismas un error. Como un Nirvana feliz compendio de lo verdadero, al que, eso sí, buena parte del mundo cree tender en respuesta a “la llamada de sus deseos y consideraciones subjetivas” sobre “lo bueno de la vida”, esa es justamente la manera en que se presenta a sí mismo el espectáculo.
La crítica no puede cometer el error de hacer como aquellos “que se creen profundos porque pescan en lagos profundos donde no hay peces; a eso ni siquiera lo llamo yo superficial” (Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra). Sentidos alternativos a la pobreza que nos domina no son conceptos esenciales a descubrir. Son realidades por inventar a la altura de lo que podemos dar de nosotros mismos. Pensar lo contrario es marcar un límite sintomático de esa tendencia del poder a fijar los sentidos; es trazar una órbita programada por el mismo incluso en la acción de responderle. El espectáculo puede ser destruido; no caerá sino con el trasfondo de alienación del que proviene y al que refuerza: “La crítica de las ilusiones es la crítica de una realidad que necesita de ilusiones” (Karl Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
“El espectáculo no debe oponerse en abstracto a la actividad social efectiva, pues tal desdoblamiento está en sí mismo desdoblado. El espectáculo, que invierte lo real, es efectivamente producido en cuanto tal. La realidad vivida se halla materialmente invadida por la contemplación del espectáculo, y al mismo tiempo alberga en sí el orden espectacular, otorgándole su positiva adhesión. La realidad objetiva se presenta en sus dos dimensiones. Cada noción fijada de este modo no tiene más sentido que la transición a su opuesto: la realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real. Esta alienación recíproca es la esencia y el sustento de la sociedad actual” (Guy Debord, La sociedad del espectáculo).
El velo ideológico del espectáculo tampoco se despliega esencialmente entre los sujetos y unos sentidos históricos preexistentes a los mismos que secuestrados esperaran a quienes los rescaten. El velo ideológico del espectáculo se despliega cubriendo con neones de colores el muro gris que antes el imperio de la burguesía hubo desplegado entre los sujetos y toda oportunidad de vida entendiéndola como ocasión objetiva de libre encuentro en que la afirmación pasional desate situaciones desencadenantes, a su vez, de reacción interpretativa alimento para un imaginario no mediado. El adueñamiento espectacular del sentido no es, de este modo, una cuestión de “actitud”, de “aborregamiento”, de “consumismo irracional desacerbado”, de “comodidad”, de “integración” o de “estupidez”. Desposeyendo a las personas de su vida por la instauración de ese muro de trabajo instrumental sin sentido como don sociable ni como expresión de la necesidad de ser capaz y de darse, más allá de sus objetivaciones de conveniencia, la práctica económica burguesa estaba fundando una demanda latente para sus prosaicas escenificaciones de sentido.
[…] “La crítica le ha quitado a las cadenas sus imaginarias flores, no para que el hombre la lleve sin fantasía ni consuelo, sino para que arroje las cadenas y tome las flores vivas. La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, actúe, dé forma a su realidad (yo subrayo) como un hombre desengañado, que entra en razón; para que gire en torno a sí mismo y por tanto en torno a su sol real. La religión no es más que el sol ilusorio, pues se mueve alrededor del hombre hasta que éste empiece a moverse alrededor de sí mismo” (Karl, Marx. Crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

4. Realidad sin historia

La colonización espectacular de no importa qué vivencia no se comporta re-cubriendo cualquier sentido pasado u original, sino re-generando radicalmente (desde su raíz) aquélla como un programador que vaciara-reformateara el disco donde va a alojar un contenido nuevo. Todo aquél que pretenda restaurar en el presente una partícula o un espectro de sentido perdido, deberá mirar a la historia para trasladar esa experiencia entre los en su abrumadora mayoría desmemoriados.
En no pocos casos, la reescritura burguesa perfilada con las tintas de la productividad y la ganancia se nos vuelve clara mediante una lectura a contraluz etimológica. El interés por el origen de las palabras no se sucede aquí desde una mirada típicamente idealista: apoyarse en unos sentidos primeros en la ficción de establecer el “metasignificado”, más allá de todo cambio, a replantar en estos días como si nada hubiera llovido. Caen ellos en una discusión “bizantina”.
La puesta en contrastación de los significados no remite su fin a la metafísica que busca la verdad en una supuesta pureza pretérita del lenguaje, sino a la vida: preguntarnos por cómo vivían y cómo valoraban unos u otros episodios vitales aquellos seres que para esos episodios acuñaron nombres acaba por revelarnos la verdad de tales subjetividades antecapitalistas. Es entonces cuando traspasamos el horizonte tan invisible como plomizo hasta cuya no-línea lejana se pierde el paisaje que la burguesía ha ido montando sobre “nuestro” mundo. La solidez evidente por no cuestionada se separa por sus junturas y empezamos a considerar qué podemos hacer con ese caos informe en ebullición al que desconocíamos por completo y que irrumpe ante nuestra atonía como un ente todo poder e impaciencia. Lo más acertado será inhumarnos en él.
No cabe duda de que la dependencia del sentido con respecto a las relaciones de poder es una constante histórica en todas las sociedades de clases. Distinguimos en una y en otra a esa parte de la sociedad que, siendo madre de realidades imagen y semejanza de su identidad, es al mismo tiempo la sociedad entera: parte social funcionando según un movimiento separado y fuera de autocontrol, todo porque produciendo realidad está indirectamente produciendo su sociedad.
Pero lo novedoso del capitalismo hiperdesarrollado es el hiperdesarrollo de esta intrusión hasta el punto de que la acumulación cuantitativa de potencia de imagen eclosiona en un cambio cualitativo: invasión total, substitución total, por la administración de imágenes y sus consecuencias reales, de cualquier gesto colectivo que pudiera estar más o menos incondicionado. En efecto, ¿hay ya relación social alguna que mediar con imágenes?; ¿acaso no está la imagen fundando las relaciones?; ¿no habría pasado a ser su genoma, su “esencia”? Raul Vaneigem habla de una economía espectacular-mercantil que nos cuida “como si fuéramos plantas de interior”. Sin embargo, la morfología de los nutrientes escogidos en el cuidado, de la luz de invernadero y el agua que impide a la planta la insumisión de no echar frutos, ¿no son luego la savia misma, la planta misma? ¿Qué ocurre cuando el único “desmelene”, la única “juerga” a la vista, distinguida, pensable, consiste en tratar de pasar un día en consonancia a la juerga de la pantalla, es decir, en consonancia a lo que la pantalla -ella físicamente o el ejemplo real provisto por la juerga de otros; poco importa- enseña? ¿Y cuando los niños abandonados ante la televisión “lo saben todo acerca de la experiencia de ser madre”, “han aprendido en qué consiste”, “han tenido la oportunidad de imaginarse siéndolo”, e incluso escucharon que “la mujer tiene a partir de cierto momento de su vida la necesidad interior de serlo”? ¿Y cuando la evidente realidad capitalista de “la vejez”, siéndonos mostrada, nos prepara para “ser viejos” escribiendo las coordenadas programáticas de la “etapa” y la auto-experiencia antes de que acontezcan realmente?

5. La fábrica de sentido: estadio supremo del espectáculo

La vida es sometida a las leyes de la mercancía y éstas instauran el trabajo llamado por Marx “abstracto”, un trabajo que no importa más que en tanto produce valor. Mediante su actividad (la enajenación de la producción genérica en mero trabajo utilitario) la mercancía construye una sociedad-reflejo de sus necesidades de intercambio y de acumulación.
Esa sociedad llega a componerse de individuos impotentes que se limitan a contemplar cómo la vida social se sucede sin que parezca que puedan desviar o invertir su curso. Pueden (y están determinados a) participar en realizar ese curso, pero no intervenir, hasta que, desaparecida la intervención como posibilidad en y para la sociedad mercantil, desaparece también como idea y planteamiento indesligable de una actividad de ataque a la misma. Ello es así porque la lógica de la mercancía que configuró la sociedad, les ha ubicado en una posición y una identidad que deben ejecutar y que consiste en un yo individualizado y particularizado. Individualizado por la necesidad objetiva de subsistir. De tal necesidad se deriva ese peso pesado de la ideología resumible en “Encontrar mi camino”. Ideología y camino que la generalidad de los individuos, en su separación, comparte. Y, como digo, se trata de un individuo particularizado, es decir, dotado de contenido.
Llegado un punto en el desarrollo del fetichismo de la mercancía, ésta supera la reificación del sujeto en productor-consumidor para unificarla en una reificación total: la reificación del sujeto en espectador. La alienación se ha desplazado desde el tener a la apariencia, o, en palabras de Debord, “Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación”. El significado del último término ha de tomarse aquí no en la acepción “dramatúrgica” que cabría darle desde la sociología goffmaniana (representación como fingimiento). Ha de tomarse en aquel sentido que el desglosamiento de la palabra en sus componentes morfológicos muestra: un volver a presentar la experiencia de cuya creación estamos privados, un “dárnosla hecha” que pone el hecho consumado en el lugar del proceso posible; en definitiva, re-presentación.
Esto no es más que la consecuencia inextricable de que la mercancía se ha apropiado para sí -ha colonizado- las más variopintas experiencias y momentos vitales, fijando su sentido según una triple adecuación:
i. Las limitaciones y orientaciones que impone la dimensión “física” de la mercancía en que el sentido se encarna.
ii. La ideología dominante, ya que los productores de espectáculo comparten las expectativas espectaculares en torno a “en qué consisten” una multiplicidad de experiencias debido a su formación profesional y a su “mundo de relaciones”.
iii. La necesidad del propio espectáculo de dirigir su propio movimiento, es decir, de gobernar una dinámica de modificaciones y readecuaciones permanentes del sentido al ritmo en que advierte signos de desmotivación en el espectador por el sentido fijado en curso. La moda sea tal vez la manifestación más grosera a que da lugar este obligado reciclaje del espectáculo sobre sí mismo. Tal proceso de derrumbamiento de unos hechos consumados a favor de otros “nuevos” -acostumbran a ser viejos- que toman su puesto no es sino expresión del devenir activo del espectáculo en su totalidad y de su acción sobre el espectador. Es, pues, lo contrario de la praxis, o, como Debord dice del espectáculo mismo, “es el movimiento autónomo de lo no-vivo”.
El espectáculo es la realización total de aquella realidad que Marx advirtiera: “La ideología dominante es la ideología de la clase dominante”, ya que ha acabado por implicar la ideología gobernando las relaciones y dándoles un cuerpo. En su proceso de fortalecimiento ha llegado a ser, en palabras de Debord, “la ideología materializada”. La mercancía y su razón esencial de ser intercambiada, en su labor directora de la existencia de los sujetos, se revela mortal. La vida, de la que si de alguna manera puede hablarse es en tanto que actividad creativa y cuya única característica esencial es la de redefinirse según la dialéctica creatividad-condiciones de existencia, es aniquilada, y queda su pseudo-uso: el espectáculo. Cuando la actividad social se determina objetivamente con arreglo a la finalidad enajenada de la actividad y a sus outputs de extracción utilitaria, en el paroxismo de dicho proceso tanto la actividad social como su vivencia (la auto-concepción del sujeto-experiencia) no pueden más que tomar la forma encarnada de esos formatos teleológico-físicos de la alienación. La fábrica de sentido se erige, pues, como la socialización integral de esa masa de producto enajenado, tomando en sí y reemplazando por sí la cualidad humana activa de producción social y (auto)experimentación del hacer desplegado como objetivación del sujeto.
El origen explicativo de la no-vida queda lejos de estribar en el sentido que pueda estar distintivamente encarnado en la mercancía. Hay que buscarlo en la política reproductora de la posición mundial distintiva del sujeto-imperialista consumidor de sobre-producto global diferido. Es el secuestro capitalista de la vida, con su alienación de los seres humanos entre opresores y oprimidos, entre seres beneficiarios de sobre-valor mundial capturado y seres expoliados de valor, el proceso que deviene producción espectacular de una para-vida puesta en el lugar de la vida extraviada. Es éste un boomerang consecuencial para el mundo-MALL, donde los amos acaban siendo esclavos de su propio diseño global de vida diferencial, mientras en vano tratan de realizar sus capacidades humanas interactuando con una materialidad producida por su esclavizada clase mundial doméstica “de color”. Guy Debord lo vio claro y así lo expresó Anselm Jappe en su ensayo homónimo: el problema “no es la ‘imagen’ ni la ‘representación’ en cuanto tal, como afirman tantas filosofías del siglo XX, sino la sociedad que tiene necesidad de esas imágenes.
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